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Artículo de opinión

¿Es igual un estudio largo que varios de corta duración?

Las nuevas generaciones viven otros tiempos. Un minuto de espera en internet es una eternidad insoportable, olvidarse el móvil en casa es sentirse incompleto, la mayoría de los amigos son virtuales, los recreos adolescentes son silenciosos y formados por grupos de chicos y chicas encarcelados dentro de un rectángulo tecnológico que no supera los 15 centímetros de largo. En este contexto las universidades experimentan serias dificultades para seducir a los jóvenes, la solución que claman algunos es “formar” con ciclos cortos y pragmáticos.

Ya hace años que viene mermando la cantidad de estudiantes en las universidades, especialmente afectadas son las carreras que se acercan a áreas duras como la matemática, física y química. Proliferan ofertas de capacitaciones cortas, que prometen convertir en tiempo récord a una persona que conoce poco o nada en casi un experto en esto o aquello. Uno se pregunta entonces, si esto es así, ¿cómo es el resultado? ¿Será real esta solución ultra-rápida a los anhelos de formación de un aspirante a profesional? Los resultados indican que hay una parte de acierto… Por duro que sea, estas personas pueden llegar a insertarse y tener una relativa estabilidad laboral. Sin embargo, formaciones puntuales (en especial en lo tecnológico) es como una crónica de muerte anunciada: ¿qué pasa cuando ya se cambia a la moda de otra tecnología? Pues que se debe volver a capacitar o caer fuera del mercado. A esta formación superficial la apoyan la inestabilidad laboral y la escasa valoración de las formaciones mas sólidas y la experiencia.

Tal vez no exista una solución única, y las instituciones académicas deban reinventarse de manera más efectiva. Nadie pasa de niño a adulto en un día ni en un año. Pretender formarse profesionalmente en uno o dos años es un cambio profundo, invisible y muchas veces duro, ya que implica no solo aprender conocimientos, sino también de aprehenderlos, practicarlos, enlazarlos interiormente con sentidos y conceptos vívidos, profundos, directos e indirectos. Si este proceso no se realiza, al momento de ejercer la calidad de los resultados serán de menor calidad.

Foto de Tima Miroshnichenko: https://www.pexels.com/es-es

Una carrera es un cambio de sistema de pensamiento, adquirir una perspectiva nueva para mirar ciertos problemas y para solucionar aquello que es un nuevo desafío. Como es de esperar, no hay reglas de oro y por supuesto existe una minoría de personas con habilidades únicas (¿una en un millón?). Pero siendo realistas, ni yo ni muchos como yo (digamos la mayoría) somos genios: nos cuesta aprender cosas nuevas y tenemos que hacer una amplia contribución ísqueo-glútea al proceso de formación personal. No es algo malo que estudiar y formarse lleve tiempo, lo anormal es lo contrario. Entonces, surge el problema de ansiedades inminentes en ser “el experto” contrapuesto a la realidad de la naturaleza humana. Los cursos cortos son buenos para “salir del paso”, son los zancos necesarios para estar a la altura de las circunstancias, pero de ninguna manera reemplazan a los centímetros de crecimiento natural. Yo soy una de las tantas personas que desde hace años procuramos incentivar a los jóvenes a estudiar, a no autodiscriminarse, ayudándoles a pensar que ellos también son capaces de aguantar una carrera tradicional y sobrevivir con orgullo. En los largos años de docente he visto de todo, y lo que salta en un diálogo rápido es quién tiene una formación sólida. Creo que todos son importantes, pero en su justa proporción. La tendencia que observo es a convertir en regla la formación liviana y a tomar como pérdida de tiempo el aprender materias básicas. ¿Cómo decirles que estas materias transforman su mente? ¿Que les abre de una manera diferente su cerebro? ¿Que esa sutil diferencia son las alas para volar más alto que los demás? ¿Que lo que se aprende siempre sirve aunque uno no se percate de ello? ¿Que si quieren ser creativos en sus trabajos deben aprender toda la vida y amar el aprender cosas nuevas?

Tal vez el problema tenga solución un tanto filosófica. Los antiguos artesanos (ancestros de los científicos actuales) comenzaban su formación de niños al lado de un maestro, se perfeccionaban a su lado toda su vida hasta que tocaba reemplazarlo o abrir un taller propio en la comunidad. Hoy consideramos los estudios como una etapa, una inversión, un costo, un trago duro y amargo. A lo mejor tenemos que comenzar por preguntarnos por qué se siente así.

Daniela López De Luise

Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires

Coordinadora Académica CETI